Entra al bar con ademán tranquilo, movimientos lentos, mirando alrededor. El lugar es elegante, discreto. Una enorme vidriera se abre sobre la ciudad, las luces de mercurio cuadriculando la noche allá abajo, autos desplazándose lentos, pequeñas hormigas luminosas desde el piso veintisiete de Torres de Manantiales. El mar una sombra oscura allá al fondo, la luna llena colgada en el terciopelo negro del cielo con estrellas.
La mira. Ella está hermosa, bronceada y esbelta, el pendiente que le ha regalado hace un rato brillando sobre el vestido negro.
El maitre les indica una mesa cerca de la ventana. El local no está lleno, varias parejas distribuidas en distintas mesas, un grupo conversa en voz baja con risas apagadas, tres hombres sentados en la barra y el pianista, smoking blanco, desgrana un jazz lento y sinuoso, acariciando el piano de cola negro y brillante.
Los pasos no se escuchan sobre la alfombra y él aprueba moviendo lentamente la cabeza hacia arriba y hacia abajo.
¿Estás cómoda, querida?
Ella cierra los ojos, asiente.
Viene el mozo: Qué se van a servir los señores.
El, sin dudar: Traete un Chandon, extra brut, bien helado.
¿De comer?
El consulta, ella niega brevemente. El mozo se retira.
Vuelve y pone sobre la mesa el balde de hielo, dos copas de cristal, comienza a quitar el capuchón negro de la botella.
El se siente un triunfador. Es un triunfador. Trabaja en España, trabaja duro, de plomero, fontanero le llaman, son diez o doce horas diarias instalando cañerías, luchando con calefones, rompiendo paredes.
Pero aquí, en Argentina, es un príncipe, trae euros y los gasta sin misericordia, casi con rabia, con un regusto a revancha. (Mirá, acá está el gil que se fue sin un mango, acá está el otario. Mirá. Qué querés tomar, yo invito, a vos y a toda la barra. Faltaría más, mi viejo).
El pianista lo mira sin dejar de tocar, él lo saluda con un ademán breve de la mano. Mira alrededor, relajado. Se acomoda en la silla. Y cuando intenta cruzar una pierna encima de la otra le pega a la mesa de cristal una patada formidable.
El bar, suspendido en el aire. Ningún sonido que reemplaze al estrépito de vidrios rotos, el suelo es un reguero de hielos y cristales destrozados, todas las cabezas se han girado al unísono y lo miran desde el fondo de un silencio atronador.
El mozo inmóvil, la boca abierta, y el pianista gira en la butaca y se tapa la cara con las manos, ahogando la carcajada que le sacude los hombros.